UN DOS DE MAYO. AÑO 1808

Museo de Historia de Madrid


 PRELUDIO

El año 1789 traía consigo un cambio drástico, violento y totalmente revolucionario, una transformación tal que ya nada volvería a ser lo que fue en aquella Francia feudal. En aquel mayo francés el Tercer Estado se lanzó a la calle destruyendo cualquier ápice del pasado, las rocas de aquella Bastilla sirvieron como trinchera pero también como proyectiles. La revolución arrasó con todo vestigio de poder absolutista.

En un intento de escapar y salvar la vida, el rey de Francia, el gran Luis XVI, había caído erróneamente, mientras huía, en manos del pueblo. Apenas habían transcurrido cuatro años de la revolución cuando se veía solo ante la multitud en la recién bautizada como Plaza de la Revolución de Paris. Hacia unos minutos que había recibido la comunión en la Torre del Temple y se disponía a ver por última vez este mundo. Paso lento, cabeza baja, el rey, acompañado por los guardias de la revolución, subía al escenario sangriento de aquel Paris, un escenario frio como aquella mañana del 21 de enero de aquel triste 1793. La multitud expectante, callada, en absoluto silencio esperaba ver a aquel hombre que ahora carecía de poder alguno, era uno más, como el pueblo que allí se concentraba y, de igual a igual se miraron. El pueblo, por un lado, con la cabeza alta, nervioso quizá, e impaciente. No cabía ni un alma en aquella sangrienta plaza que tanto había visto. Por otro lado, aquel hombre de estatura media, sin soberbia ni joyas, pues apenas llevaba consigo un crucifijo colgado al cuello y una túnica blanca.

El rey andaba arrastrando los pies, sin creer aun que era su último día de vida. Y en el medio de la plaza, en el medio de aquel escenario, imponente y quieto, esperaba un revolucionario invento. Su hoja afilada brillaba en lo alto, sobre una estructura de madera, ansiosa también por realizar su trabajo, aquello para lo que servía. El rey se santiguó sabiendo que ya ningún milagro iba a frenar esa terrible situación. Sus piernas mostraban un leve temblor fruto del miedo, pero aun así quería estar a la altura del pueblo y mantuvo firme su cuerpo. Su cabeza comenzó a mirar a lo alto como queriendo mirar a ninguna parte. Si era verdad que Dios existía, allí no estaba, pensó. Y acto seguido, los dos guardias colocaron al “Capeto” en posición de rodillas. Apenas pidió clemencia. El aire se paró y los pájaros, posados en los arboles cercanos que servían de decorado a tal lamentable imagen, mantuvieron la mirada fija, ni siquiera los polluelos piaban.  Silencio y más silencio era lo que había. Susurros de niños que, de la mano de sus madres, intentaban saber lo que ocurría. Ni las propias madres de aquellos chiquillos les tapaban los ojos ante tal espectáculo humano. Dantesco quizá.

Tras el silencio del momento, la cabeza del rey cayó en un cesto de mimbre. Goteaba la sangre del cuerpo inerte y durante unos segundos la mirada de aquel hombre parecía no querer dejar de brillar. Los vítores y gritos fueron reales. El pueblo aplaudía entusiasmado. Tantas y tantas veces les había tocado arrodillarse ante la realeza y los señores que ahora no podían creer tal situación. En aquel momento volaban por toda la plaza los gorros frigios y por un instante parecía que el cielo de la plaza de la Revolución se había teñido de rojo, como el del suelo de madera que sostenía el cuerpo sin vida de Luis XVI. La alegría se extendía por aquella revolucionaria ciudad de parís.

***

España estaba dormida. La vecina de Francia dormitaba en sus quehaceres diarios. Quizá con la esperanza de ver en aquel Napoleón la figura del salvador de Europa, el que puso fin a la revolución

El temor al avance de la Revolución hizo que toda Europa se percatara. Las monarquías de los estados reforzaron sus fronteras impidiendo así el flujo de personas, o quizá ideas, extrañas. Los soldados engrosaron ejércitos ante lo que se venía. Pero España estaba dormida. La vecina de Francia dormitaba en sus quehaceres diarios. Quizá con la esperanza de ver en aquel Napoleón la figura del salvador de Europa, el que puso fin a la revolución.

Sin embargo, si el año de 1793 fue catastrófico para aquel rey, este año de 1808 no iba a ser mejor para un pueblo hambriento y desconfiado que pensaba, tal vez, de manera inocente que aquellos pactos con los franceses le salvaría de su miseria. ¡Iluso pueblo! ¡Ignorante!

Corría el mes de octubre de aquel raro año. Habían pasado unos meses desde que España se uniera a Francia por enésima vez. ¡No aprendíamos los españoles! Esta vez en Fontainebleau se había formalizado un Tratado de amistad con aquel general. El Príncipe de Asturias, Don Fernando era muy joven y audaz y haría lo que fuese necesario para derrocar a su adre y a Godoy. Unos días después de la firma de aquel Tratado, Fernando había protagonizado la Conjura de El escorial, un intento fallido para destronar al rey Carlos IV, su padre. Aunque no llegó a nada, las aguas del rio estaban revueltas.

Cumpliendo aquel Tratado, los franceses rápidamente se introdujeron en nuestras fronteras, poniendo en marcha lo estipulado.  España había autorizado a Francia a atravesar el territorio para que las tropas de aquel general invadiesen Portugal, ¡Malditos ilusos los españoles!

La presencia de soldados franceses era ya un hecho en nuestro suelo. Godoy había aconsejado a la familia real abandonar España y marcharse a las Américas. Sin embargo, aprovechando su estancia en el palacio real de Aranjuez, estalló un violento motín, auspiciado por el príncipe Fernando y secundado por otros señores, quizá ministros opuestos a Godoy.

El lugar elegido en el que se vaticinaba el futuro fue, sin duda, el Real Sitio de Aranjuez. Precioso, rodeado de vegetación, cuidados jardines y hermosas flores, al más puro estilo de Versalles, serían los testigos directos del odio y la ira de un pueblo ciego. En Aranjuez estalló un motín contra aquel traidor de Godoy que se creía con más poder que nuestro rey. Allí, precisamente allí, hubo tumultos y rebeliones de un pueblo harto contra las medidas de aquel secretario de Estado, el hombre más poderoso de España. Mientras tanto, las tropas francesas de un tal Murat ocupaban Madrid. Sin saberlo se habían asentado en la capital, camino a Portugal.

La noticia de la estancia de los reyes y sobre todo de Godoy rápidamente corrió como la pólvora por la villa real de Aranjuez. Nobles y siervos de estos, auspiciados por el Príncipe de Asturias, Don Fernando, corrieron por las empedradas calles de aquella villa. Al grito de ¡Fuera el rey! ¡Muerte a Godoy! Los lugareños recorrieron las calles hasta dar con la familia real. El palacio real de Aranjuez se convirtió rápidamente en una batalla a campo abierto, al estilo de aquel francés revolucionario, los reyes temían ahora que aquel palacio de retiro y descanso se convirtiera en una Bastilla. La multitud enfurecida asalta el palacio. Entre vítores María Teresa de Borbón y su hija Carlota fueron conducidas por el palacio.

Las horas agónicas pasaban, el reloj no tenía fin y el tiempo hacia estragos. Finalmente, la agonía termina. Godoy, escondido en un rincón del palacio, es hallado por el pueblo. Preso de los amotinados, hombres llenos de ira, con la mirada perdida. Sus ojos ensangrentados de odio. Entre golpes y empujones, escupitajos e insultos, aquel secretario del rey, el hombre más poderoso de España es conducido por la multitud. El 19 de marzo de aquel 1808, un pueblo revolucionado y manipulado por el príncipe de Asturias, consigue su objetivo y captura a Godoy. Este es trasladado al Cuartel de la Guardia de Corps, en el real sitio de San Ildefonso. Ante un posible linchamiento de aquella multitud enfurecida, el príncipe Fernando intervino, evitando la tragedia. Godoy tembloroso, vacilante y con la voz cambiada por el miedo, apenas acierta a dar las gracias a un príncipe que fue el verdadero instigador de aquel motín. Y gracias a dios que la sangre no llegó al rio, como decían, aunque se lo merecía aquel hombre, créanme.

El rey, ante tal situación, cansado y agotado por los acontecimientos, abdicó en su hijo. En Aranjuez aquel mes de marzo, aquel día 19, el príncipe de Asturias, don Fernando de Borbón, se proclama rey de España. Era el preludio de la agonía de un régimen que ya había caído en Francia, era la saña de un pueblo maltrecho, de un pueblo que se quería libre. Y sobre todo, como ocurre siempre, o así nos decían los mayores que tanto gustaban de refranes, cuando en marzo mayeaba, en mayo marceaba. Tras el mes de marzo venia el lluvioso y primaveral mes de abril y con él, acto seguido, mayo.

Aranjuez fue el preludio de lo que iba a ocurrir en la villa de Madrid, apenas un mes después. Aquel Godoy era un déspota, un hombre muy poderoso, sí, pero un déspota. El rey no tenía voz en su reino, gustaba solo de cazar y verse con mujeres. Un fanfarrón. Sin embargo, le preferíamos antes que a su ministro. En Aranjuez hubo violencia, los madrileños estaban hartos de las medidas impuestas, parecíamos delincuentes, pero nuestras tradiciones no se tocaban.

En un mesón de la Puerta del Sol, mientras degustábamos unos chatos de vinos, al compás de un chotis mañanero, pudimos leer la noticia que nos dejó estupefactos, aunque casi lo preferíamos. Justo por la puerta de aquella taberna del mesón donde estábamos, pasaba un vendedor de La Gaceta, voceando la noticia del día anterior. Ojeamos el periódico y confirmamos el suceso. Carlos IV había renunciado al trono, abdicando en favor de su hijo Fernando, que ahora era llamado Fernando VII. El deseado decían las gentes de esta áspera tierra. Teníamos la esperanza en aquel joven rey, pues la hacienda no había quien la salvase, ansias de libertad puestas en un nuevo rey, más joven y vital que su cansado padre.

Los días pasaban y los franceses cada vez tenían menos intención de moverse. Había roces entre ellos y los españoles, nosotros. Les mirábamos con odio ante su soberbia, ante sus malos modales. Su altivez nos enfadaba. Pedían en las tabernas y no pagaban, los taberneros estaban hartos de tener que servir a esos franceses. Las costureras tenían miedo a ir solas por esas oscuras calles de Madrid. Peleas y discusiones eran el día a día entre un pueblo engañado y aquellos militares. El pueblo español cada vez se sentía más traicionado, ocupado. Pero los días pasaban y ni el rey ni su ministro decían nada. El pueblo no sabía dónde estaba pero el francés tampoco lo sabía. A estas alturas nadie sabía quién era el ratón y quien el gato, solamente faltaba la chispa para aquella mecha madrileña.

Atrás quedaba la revolucionaria y floreciente primavera francesa. Ya habían pasado los años y parece que aquella revuelta popular que acabó con las injusticias se había desinflado. Ahora teníamos a los soldados franceses en nuestras calles, con la vaga esperanza que algún día marchen hacia Portugal. Sin embargo, aquella esperanza, a medida que pasaban los días, parecía perderse en el horizonte.

***

A primera hora de la mañana grupos de madrileños se concentraban en el Palacio Real de la villa. El pueblo sabia las intenciones de los franceses, quienes querían llevarse a la familia real, o lo que quedaba de ella. Y de pronto sucedió lo inevitable, al grito ¡Que nos lo llevan!

La primavera hacia aparición en aquel frio Madrid. Atrás quedaban las lluvias de aquellos abriles que nos habían dejado la pradera de San Isidro llena de flores, las más bonitas flores. Una primavera, sin embargo, que olía a revolución. Tras tomar unos barros en una taberna cercana a Príncipe Pio, salimos a dar un paseo, algo tan normal como rutinario pues había llegado el solecito que tanto ansiábamos los gatos.

Las mocitas paseaban por el retiro, alegres y coquetas, las costureras iban a los telares, los niños jugaban y hacían travesuras en aquella céntrica plaza que llamaban del Sol, quizá por la escasez de sombra ante tanta magnitud. Los limpiabotas en sus puestos, chavales sentados sobre cajas de madera esperaban a los señores. Aguadoras cargadas con las tinajas llenas de agua iban de un lado a otro, dejando pequeños charcos de agua a su paso,  y en las afueras de la muralla de la ciudad las lavanderas marcaban el ritmo incesante del rutinario trabajo de lavandería. Por aquel Madrid comenzaban a verse periódicos de apenas cuatro hojas que unos chiquillos repartían por doquier. Las ideas europeas de la enciclopedia, de la Ilustración, aparecían tímidamente en las tabernas, benditos lugares donde uno podía desahogarse pero también discutir. Esas ideas todavía nos parecían propias del demonio, nos mostrábamos temerosos a ellas, inquietas y revolucionarias. Pues todavía no sabíamos de que trataba, los españoles nos mostrábamos reacios a los cambios, éramos un pueblo de costumbres.

Al día siguiente, un Dos de Mayo que nadie iba a olvidar, tras realizar los quehaceres matinales, fuimos a dar una vuelta, a descansar un poco en cualquier resquicio que ofreciera sombra. Sin embargo, el ambiente estaba enardecido. En el aire se respiraba nerviosismo, la gente iba de un lado hacia otro, intranquila y alterada. Aun manteníamos viva la imagen de los reyes marchándose en busca de retiro debido al cansancio que alegaba aquel viejo Carlos IV. Había pasado ya algo más de un mes y este Fernando no daba síntomas de rey. Los franceses seguían aquí, en nuestro suelo. Nosotros cada vez más cohibidos. Los choques y las trifulcas con ellos eran un hecho, raro era el día que no hubiera noticias de algún encontronazo entre vecinos y franceses.

Habían pasado unas horas desde el amanecer y a primera hora del día, Madrid se despertaba agitado, nervioso. Aquel caluroso día del Dos de Mayo sucedió un hecho trágico.

A primera hora de la mañana grupos de madrileños se concentraban en el Palacio Real de la villa. El pueblo sabia las intenciones de los franceses, quienes querían llevarse a la familia real, o lo que quedaba de ella. Y de pronto sucedió lo inevitable, al grito ¡Que nos lo llevan! José Blas Molina señalaba a los soldados franceses que agarraban al infante Francisco, el último miembro de la familia real que aún quedaba en palacio. La muchedumbre se agolpó rápidamente en la puerta del recinto del palacio, entre empujones y aspavientos. Aquel grito supuso el principio del fin, o el final de un principio que nadie quería.  Aquel grito sonó como un cañonazo, un estruendo, que por un breve periodo de tiempo escucharon todos aquellos que allí se concentraban. Los madrileños comenzaron a asaltar el palacio ante el estupor de los soldados de Napoleón.


El grupo de hombres y mujeres se lanzó rápidamente contra un batallón francés que, recibiendo órdenes, solamente pudo zafarse de ellos mediante disparos de artillería. Aquello provocó un caos tal que, inmediatamente, en apenas unos segundos, todos los que estaban cerca acudieron. Aquel choque desencadenó algo que ya nadie podía parar. La violencia estalló como la pólvora y aquel Madrid fue un descontrol. Los madrileños, al oír tal sonido, al oír aquellos disparos cercanos comenzaron a perseguir a todo francés que veían. El ejército francés se reorganizaba como podía, mientras las lavanderas, las costureras, las criadas, las amas de casa… cogían lo que tenían a mano como tijeras, palos, vasijas, macetas… que usaban como armas. Los hombres, llenos de ira, cegados ante tal caos, actuaron de igual manera y, mediante navajas, cuchillos, palos… acudieron a la llamada de la patria.

La notica de lo ocurrido en el palacio real se extendió por la villa. Los niños corrían sin saber que pasaba. Los franceses comenzaron a cargar cada vez más. El ejército de Murat llamó a los mamelucos y a los lanceros. Rápidamente se dieron órdenes y la noticia en apenas unas horas había traspasado la villa. Si el primer choque fue violento, la repercusión fue peor. Los cadáveres comenzaban a hacer aparición en las adoquinadas calles de aquel sangriento Madrid. El día primaveral poco importaba ya a estas alturas. Unos y otros corrían como gallo sin cabeza. El caos se apoderó de la ciudad. De aquí para allá se veía a hombres corriendo, organizándose en plazas y mostrando una feroz lucha, una resistencia que recordaba a la quemada Numancia. Las mujeres abrían las puertas de las casas para esconder a los que huían de los franceses o los que estaban heridos. Otras, mas aguerridas se enfrentaban a ellos, se tiraban contra ellos como si fueran lanzadas desde una catapulta. Poco importaba la vida ya cuando estaba todo perdido. Madrid prefirió, y supo, morir antes que ser esclavo.

En el suelo, pisoteadas por los caballos que cargaban contra el gentío, se hallaban los cuerpos sin vida de Manuela Malasaña y su hija junto a otros franceses que, a su lado, se desangraban. Los hombres pasaban, como podían, cargando con cuerpos de heridos y muertos. En la plaza Mayor se formó, con sacos, sillas y barriles, una improvisada trinchera de aquellos valientes que pretendían dar batalla. Las cárceles se vaciaron y los delincuentes salieron a combatir a los franceses. Unos 56 hombres, patriotas, hombres de palabra y con un par de huevos, abandonaron la Cárcel de Corte bajo la promesa de volver después. El reguero de sangre recorría todas las calles. Macetas lanzadas desde lo alto de los balcones contra los soldados, cazuelas que dejaban caer agua y aceite hirviendo, insultos y piedras. ¡Cualquier cosa valía! En ese caos, Felipa Vicálvaro caía al suelo desde su balcón al recibir un disparo y, junto a otros tantos, fue protagonista de la heroicidad.



¡Madrid no se toca! ¡Viva el rey Fernando! ¡Guerra al invasor! ¡Fuera de esta tierra! ¡A las armas!..., gritos que recorrían la villa. ¡Viva España! Concluían otros. Gritos que recorrían las calles, que se oían más que los propios disparos y las cargas de aquellos desalmados. Niños y niños llorando a sus padres muertos, otros buscando refugio. Las madres ya no lloraban sino que exigían venganza ante tanta violencia y muerte.

***

Mientras el ejército francés de Murat se reorganizaba como podía, mientras la reserva suplía las innumerables bajas de sus compatriotas, el ejército español estaba desmembrado. Carecía de mando y, de tenerlo, carecía de maniobrabilidad ante tales sucesos. Muchos militares se negaron a socorrer a su pueblo bajo las órdenes impuestas desde sus altos mandos. Paralizado el ejército, el pueblo era el único valedor del honor, de la heroicidad y de la patria. Aquellos campesinos, artesanos, taberneros, costureras, aguadoras… habían demostrado donde estaba la patria, demostraron que preferían la muerte a la deshonra y sobre todo que querían ser libres.

Sin embargo, hubo otro hueco para la heroicidad. El ejército español salvaba su honor en las inmediaciones de las calles Fuencarral y San Bernardo. Allí, en el parque de Artillería de Monteleón se organizó la defensa de Madrid. Sin más ayuda que la de sus soldados, Daoiz y Velarde, a los que después  se les uniría de manera voluntaria el piquete del teniente de Infantería Jacinto Ruiz, junto al alférez Juan van Halen y algún que otro madrileño que llegaba, como el caso de Clara del Rey y su marido e hijo, entre otros, organizaron la heroica y digna defensa de la villa. Allí iban a morir aquellos héroes, allí, y no en otro lugar, Madrid vendería muy cara su piel. Pero justo allí, fue donde Madrid enseñó sus dientes a los franceses, dando ejemplo a toda España.

Desobedeciendo las órdenes de sus superiores, los capitanes de Artillería Luis Daoiz y Pedro Velarde se pusieron a combatir al lado de su pueblo, un pueblo que moría con valor como mostraban aquellas calles de aquel trágico día de mayo.

Unos 60 militares junto a 120 civiles y apenas cuatro cañones, detienen y desarman a 80 franceses que se encontraban en el interior de Monteleón. Son las 12 del mediodía del 2 de Mayo. La revolución volvió a la cabeza de aquellos franceses, sin embargo, no estaban en Paris, no había Bastilla, a pesar de que la violencia era como en el año 1789. La revolución aparecía sí, pero no era la francesa. Con más huevos que vergüenza, aquellos valientes resistieron durante tres horas las embestidas continuadas del ejército invasor. Sangre y más sangre era lo que había conocido Madrid. El sol calentaba cada vez más. Polvo y humo era lo que se veía. Gritos de dolor y espanto de un pueblo que se resistía a ser esclavo. La resistencia fue encarnizada en Monteleón. No quedaba nada ya por lo que luchar y la derrota era segura. Madrid caía, la munición se agotaba y los refuerzos no llegaban, ni llegarían. Daoiz y Velarde agotaron sus fuerzas, resistieron, junto a su pueblo, pero finalmente cayeron. Defendían no solo las ruinas de aquella fortaleza, sino que luchaban con uñas y dientes por la dignidad y la libertad de un pueblo que, siendo soberano, se erigió en martirio para ejemplo de todos los demás.

El general Joseph Lagrange, con unos 2000 hombres, rendía el cuartel de Monteleón tres horas después de haber comenzado su asalto. Los defensores combatían sin piernas, sin brazos, destrozados por esquirlas de bala, por la metralla de los disparos, por trozos de escombros y balazos. Desde el suelo seguían pegando tajos al enemigo. Arrastrándose como podían perdían la poca vida que les quedaba.

En torno a las 3 horas de la tarde del día dos de mayo, salvo algún reducto de resistencia, la revuelta madrileña era sofocada. Habían llegado refuerzos de las ciudades cercanas. Cada vez más franceses custodiaban la villa. Hombres que no daban crédito a lo ocurrido. Una matanza tan sangrienta que apenas se podía andar por las calles. Los cadáveres eran retirados, los franceses vigilaban las calles. Hombres y mujeres limpiaban los destrozos. Los niños con la rabia entre los dientes cerraban los puños de rabia. Silencio era lo que afloraba en la villa. Silencio y ansias de venganza. Madrid había caído pero, ¿España?



***

La desolación había cubierto a la ciudad. La primavera había hecho aparición y sus flores traían un revolucionario y colorido Madrid. Los patriotas guardaban silencio, se escondían porque eran buscados. Los instigadores huían ya que estaban en busca y captura. Habría consecuencias, claro está.

Murat creía haber acabado con todo ápice revolucionario y violento, ¡Iluso! Sin embargo, no se dio cuenta que la violencia no había hecho más que empezar para aquel imperio invicto.

El mismo día, el mismo Dos de Mayo, tras caer Monteleón, en la villa del vecino Móstoles, ante las noticias horribles que traían los fugitivos de la represión, los alcaldes del pueblo firmaron un bando en el que se declaraba la guerra a Francia. Los alcaldes Don Andrés Torrejón y Simón Hernández hicieron un llamamiento a todos los españoles para que empuñaran las armas en contra del invasor. Ello condujo a un levantamiento general de toda España, un levantamiento que no tardaría en llegar. Rápidamente, el corregidor de Talavera, Don Pedro Pérez de la Mula, y el alcalde mayor de Trujillo, Don Antonio Martin Rivas, prepararon alistamientos de voluntarios, con víveres y armas, así como la movilización de tropas que debían acudir a socorrer la capital. Estos sin embargo fueron suspendidos y habría que esperar unos meses para que se produjera una respuesta.

El día siguiente, el 3 de mayo, en fila, frente a las paredes de los cementerios, unos 412 españoles morirían fusilados. Cabeza alta, como mirando al cielo, unos, con los ojos abiertos mirando a quienes les apuntaban, desafiantes e impotentes, otros, con los ojos cerrados y crucifijo en mano, rezando. Hombres y mujeres, militares y civiles, curas… todos los acusados de espaldas al gris paredón fueron cayendo fruto de las balas en las afueras de la todavía humeante villa. ¡Esta tierra será vuestra tumba!, gritaban unos, ¡Viva la patria y el rey!, gritaban otros. Y acto seguido caían desplomados a un suelo que les serviría de manto.

El día 5 de mayo, sin embargo, sin que el pueblo sospechase nada, el rey Fernando abdicaba en Napoleón en la tranquila y preciosa ciudad de Bayona. Todo ello, mientras el pueblo combatía y moría. La suerte estaba echada para un pueblo que luchaba ciegamente en nombre de un rey que huía.

***

Madrid fue la punta de un iceberg mucho más grande. Fue el comienzo de una larga guerra que fue declarada unas horas después ante la indiferencia de un ejército traidor e inmóvil, ante la valentía y muerte de un pueblo.  Aquella guerra duró unos 6 años y fue el comienzo del fin para Napoleón, para aquel general invicto de Europa. Madrid fue un descontrol pero fue el inicio de la revolución española que, mientras combatía en una guerra de liberación, también luchaba por imponer por escrito la libertad, como hiciera Francia unos años antes. Y, rápidamente, comenzaron a crearse juntas provinciales y locales que solamente reconocían la autoridad de Fernando VII.  El pueblo español, en la sombra realizaba la revolución, se organizaba al margen del poder establecido. El pueblo era legítimo y soberano. Aquella primavera de mayo trajo eso, la primavera.

Habría que esperar tan solo unos meses a que se consumase la primera derrota del Ejercito Francés. El invencible ejército de Napoleón ahora se mostraba temeroso ante la posibilidad de que lo ocurrido en Madrid se repitiera en otros lugares y, por ello, reforzó España con más efectivos militares.

Sin embargo, tropas francesas de Madrid partieron hacia Cádiz para rescatar a la escuadra francesa de Rosily. En su camino se producen altercados con guerrilleros escondidos, con lo que comenzaran a llamarse milicianos. El 6 de junio tuvieron la primera batalla en Valdepeñas en Ciudad Real, donde un contingente patriota salió a presentar batalla a los franceses. El ejército, a pesar de todo continuo. Tenía las órdenes de someter a Andalucía. El 13 de junio, se produce un altercado que ya puede denominarse batalla, un episodio más violento y mejor organizado. Se produce la primera batalla en Andalucía a campo abierto en Alcolea. Sin embargo el ejército al mando de Dupont continua su paso. Cada vez más inseguro, tras los diversos choques con los españoles.

En este contexto, se había formado un gran ejército compuesto por militares y civiles en el cual se integraban unos 29.000 hombres.  Entre Despeñaperros y la Carolina, como hicieran los nuestros en el año 1212, allí, justo allí, aguardaba ese ejército destinado a entrar en la gloria.

El 18 de julio hace aparición el ejército enemigo. Los españoles, como si fueran profesionales, al mando del General Castaños, aguantan y aguardan expectantes para hacer justicia y venganza. Allí, se produjo la batalla de Bailen, la primera derrota del Ejército Francés, en la que unos 29000 españoles se enfrentaron a 22.000 franceses y vencieron. Con algo más de 2000 bajas, los franceses se tuvieron que replegar. Los españoles, perdiendo a unos 1000 hombres frenaron a aquel ejército.

Surgió, además la guerrilla, mediante la cual el ejército invasor ya no estaría tranquilo nunca más. El corre que te pillo se convirtió en el día a día entre españoles y franceses. Los primeros hacían ataques sorpresa, rápidos y concisos, en los que sembraban el caos y la confusión. Como hicieran los nuestros en los Tercios, las encamisadas comenzaron a ser continuas, cuando menos se lo esperaban los franceses. En pueblos, aldeas, ciudades…, el pueblo español perdió el miedo y realizaba ataques al invasor, un ejército que sufriría un gran desgaste de fuerzas y movimientos.

Bailen deja de manifiesto la acción de Madrid, poniendo de manifiesto que Madrid resistía pero que también lo hacía toda España. Rápidamente surgieron héroes en San Marcial, Zaragoza, Vitoria, Cádiz, Barcelona, Astorga…. Madrid era España y España era Madrid en aquel día primaveral en el que todo pareció irse al traste, en el que la dignidad y la heroicidad tuvieron nombres propios, aquella primavera que como en 1789 iba a devastar todo. Fue allí, un dos de mayo soleado, cuando a primera hora de la mañana un ejército invasor quería llevarse al infante Francisco, fue allí, en aquel dos de mayo cuando la Bastilla fue el palacio real y fue allí, en aquel dos de mayo, cuando la villa noble y leal de Madrid pasó a cuchillo al invasor. Cuando las campanas de las iglesias, con dolor y leve movimiento, resonaron por la capital.



Álvaro González Díaz

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